lunes, 21 de mayo de 2012

El aprendizaje produce los mismo efectos agradables de las drogas


La dopamina liberada al tener nuevas experiencias produce una sensación similar a la de algunas sustancias, pero sin sus efectos dañinos 
Gary Marcus es psicólogo y autor del libro Guitar Zero.Es director del Centro de Lenguas y Música de la Universidad de Nueva York.
(CNN)— La idea de que aprender habilidades nuevas como: malabarismo, cocinar o aprender a tocar la guitarra puede volverse una adicción no es una broma.
Yo sé de eso. Como profesor de la universidad y científico, quien ha escrito sobre la dinámica entre los narcóticos y el autocontrol, he pasado los últimos tres años y medio aprendiendo a tocar la guitarra de forma adictiva. A pesar de carecer de habilidades que se parezcan remotamente a un talento musical, para mí un día no está completo si no he pasado al menos un pequeño periodo de tiempo tocando la guitarra.
Incluso el escuchar música pudiera ser un poco como una droga. Un estudio de imágenes cerebrales que se publicó el año pasado reveló lo que los científicos ya sospechaban: escuchar música puede causar que el cerebro libere un neurotransmisor llamado dopamina. La dopamina es la señal universal en el cerebro para el placer, un sistema interno que le informa al cerebro, correctamente o erróneamente, que está haciendo lo correcto.
El consumo de drogas produce dopamina de manera artificial al engañar al cerebro, mientras otras actividades como: el sexo o comer la producen de forma natural. Escuchar música interviene en el sistema que produce la dopamina, en parte porque al hacerlo se aprende algo, y hemos evolucionado de tal manera que gozamos al adquirir nueva información.
Sin embargo, los atajos como las drogas son fugaces. Aunque los narcóticos pueden producir dopamina de forma muy directa, eventualmente se necesitará una mayor cantidad de dosis para obtener la misma sensación, lo cual puede llevar a la destrucción de familias, riesgos en la salud e incluso a perder la vida.
Aprender cosas nueves es mucho más seguro y gratificante.
Hay un mito sobre que los niños (y por consiguiente los adultos) no disfrutan al aprender cosas nuevas, pero como cada fabricante de videojuegos ha comprobado, la verdad es totalmente opuesta. DesdeSpace Invaders, HaloGrand Theft Auto, hasta Zelda, prácticamente cada videojuego se trata en parte de dominar nuevas destrezas.
Así como los realizadores de videojuegos se dieron cuenta hace ya algún tiempo, si puedes mantener a un jugador embelesado en el filo de la navaja para conquistar nuevos retos (que no sea ni muy difícil ni muy fácil pero que cumpla con lo que el psicólogo Vygotsky llama Zona de Desarrollo Próximo) puedes mantener a los jugadores enganchados por horas. Mientras que nos sintamos constantemente desafiados sin llegar a sentirnos abrumados, continuamos regresando por más y constantemente mejoraremos nuestras habilidades.
Sin embargo, el problema con la mayoría de los videojuegos está en lo que enseñan, lo cual frecuentemente se queda en el juego una vez que se acaba. Un juego que te enseña a dispararle a los extraterrestres puede tener pocas aplicaciones dentro del mundo real.
Aprender nuevas habilidades que sean más duraderas como: tocar la guitarra o aprender otro idioma, puede hacer que aprovechemos la felicidad que siente el cerebro por aprender cosas nuevas. Además te dejan con una enseñanza de valor permanente, de una forma que ni las drogas ni los videojuegos lograrían jamás. Te deja con una sensación de aprovechamiento, que remonta a lo que el psicólogo Abraham Maslow definía como autorrealización.
Como Aristóteles demostró, hay una diferencia entre el placer del momento (hedonismo) y la satisfacción que viene de estar constantemente desarrollando y viviendo la vida a su máxima expresión (eudaimonia). En años recientes, los científicos finalmente han comenzado a estudiar la eudaimonia. Las investigaciones sugieren que el mayor sentido de propósitos y de crecimiento personal asociados a laeudaimonia está correlacionado con tener bajos niveles de cortisol, mejores funciones inmunitarias y un sueño más eficiente.
Desde el punto de vista estricto del Gen Egoísta —en el cual todo lo que hacemos está motivado por el interés de autoperpetrar los intereses de genes individuales— pasatiempos como la música raramente tienen sentido, especialmente para aquellos principiantes. Pero tal vez el arte de la reinvención y de la adquisición de nuevas habilidades, incluso en los adultos, nos da la sensación de tener una vida bien vivida.
De acuerdo con la encuesta Gallup de 2009, 85% de los estadounidenses que no tocan algún instrumento desearían hacerlo. ¿Por qué no empezar hoy? 
Lo que detiene a muchas personas para empezar a aprender algo nuevo es la creencia que ya son demasiado viejos, no son lo suficientemente buenos o simplemente están muy ocupados. Si tomo mi propia experiencia como guía, nada de esto importa mucho. El haber comenzado a tocar un instrumento, a los 38 años de edad, ha sido una de las cosas más desafiantes, pero también de las más gratificantes, que he hecho en la vida.
Mientras tu meta sea el crecimiento personal en lugar del protagonismo, aprender algo nuevo puede resultar en ser una de las cosas más gratificantes que harás. Tu cerebro te agradecerá por ello.

miércoles, 16 de mayo de 2012

CARLOS FUENTES.


IVÁN RÍOS GASCÓN Y JUAN ALBERTO VÁZQUEZ (MILENIO).
El único reproche que se le pudo hacer a Carlos Fuentes fue la falta de sentido del humor en sus cuentos y novelas, genuinos monumentos a la intelectualidad, la lucidez y la tragedia, donde los personajes, como el autor, se tomaban la vida muy en serio.
En su ingente obra, las sonrisas prácticamente brillaban por su ausencia y las carcajadas eran imposibles, quizá porque la búsqueda estética de Fuentes partía de la transcripción del lenguaje popular que, de tan puntual, diluía su ironía en el ritmo de una verbalidad que se plegaba, vertiginosamente, en la solemne perfección de una prosa cuyo único desafío era la ruptura.
No obstante, el ingenio de Carlos Fuentes refulgió como guionista, digamos en Los caifanes, dirigida por Juan Ibáñez en 1967, donde el autor de La región más transparente anotó diálogos chispeantes y concibió escenas de un asombroso humor involuntario.
En el fundido de apertura de Los caifanes, Julissa habla pomposamente a un tipo que la graba con un magnetofón. Sus hieráticas palabras son: “Los iconoclastas siempre terminan deicololastras”. Alguien a su lado dice: “¿La metáfora del hastío? Such a wonderful way to think”.
Más adelante, veremos a Enrique Álvarez Félix, a Julissa y a Los caifanes en una taquería que se parece mucho a un garaje de una casa del Pedregal y a un Santa Claus borracho al que el taquero le quema las barbas en el fogón. El Santa Claus es Carlos Monsiváis, y lo ridículo de la secuencia no solo es el doblaje de Jorge Arvizu El Tata, sino el close up a la imperfecta dentadura de un Monsi que demostró que como actor era un magnífico ensayista. Una escena más: en el baño del cabaret, Julissa se mezcla con las putas y una de ellas le aconseja: “Píntate más rojos los labios. Así se ve una más trompuda y es más sexy”. Y luego otra le cuenta de su barba partida hecha por un cirujano plástico barato: “Me pusieron una placa de platino. Al principio se veía re bonita, pero luego se hizo de lado y ahora la tengo casi en un cachete.” Otra puta le responde: “¡Querías tener barba de artista y ahora vas a quedar cucha!”.
Sería por las actuaciones, la fotografía o los maquillajes (en Los caifanes Tamara Garina se avienta un papelazo a lo Fellini del Tercer Mundo), pero estas escenas provocaban una risa inusitada, tan solo de saber que habían sido redactadas por un genio que se tomaba la vida muy en serio. Quizá porque el sentido del humor, como los trajes y los zapatos, no a cualquiera le sientan bien.

miércoles, 2 de mayo de 2012

La democracia o el espectáculo por Enrique Krauze


Por Enrique Krauze

Mayo 1, 2012
 Ricardo Salinas Pliego ha cometido un error que debe enmendar.Declaró que uno de sus canales trasmitirá un partido de futbol a la hora del debate y anunció que publicará los ratings comparativos. Es una burla de la frágil democracia mexicana y un arrogante “¡Al pueblo: pan y circo!”, porque el circo es propiedad privada del señor Salinas. Debemos recordarle que no lo es: en México la televisión privada es una concesión pública, que por definición debe servir al interés público. Ese interés, en este caso, es evidente: en México pueden verse cientos de partidos de futbol (con sus respectivos debates) al año, pero para la elección presidencial 2012 tendremos solo dos debates. Y es del más alto interés público que lleguen al mayor número de ciudadanos.
Los debates -hemos sostenido siempre- son un vehículo fundamental para salir de la “Babel” de ruido, confusión, vaguedad, tontería y mala leche que envenena nuestra vida política. Los debates, en todos los ámbitos, pueden ser una escuela de formación cívica, de respeto y tolerancia. Y en el caso particular de los debates presidenciales, son el instrumento imprescindible –de hecho, el único- para que el ciudadano pondere no solo las ideas, la visión y el programa de los candidatos sino su temple, su carácter, su inteligencia,  sus sentimientos y pasiones. En una palabra, su persona.
El tsunami de spots que ha inundado México no solo no ofrece el conocimiento inmediato de los contendientes sino que lo difumina y obstruye. Los debates que se han propuesto son insuficientes y rígidos.  Como están las cosas, tendremos que esperar otros seis años para ver los debates necesarios. Debemos conformarnos con lo poco que hay.
Pero aún ese poco es mucho para el señor Salinas. Su prioridad manifiesta es otra: el triunfo del Morelia, los ratings del juego, el circo. Él no sirve a la democracia, y tampoco la democracia le sirve a él. Él sirve a la “Civilización del espectáculo”, esa vacuidad que critica Mario Vargas Llosa en su libro más reciente.
Hace poco el Grupo Salinas otorgó a Vargas Llosa el premio “Una vida por la libertad” por su defensa de la libertad. (De la libertad, no del espectáculo). Para ser congruente, además de leer el libro, debería recordar que no solo de pan -y menos del circo- vive el hombre, y ejercer su libertad para servir a un fin más alto.